El oficio de contar. Dar vueltas en compañía

En la fotografía, aparecen tres personas en una plaza. Al fondo de la imagen, en un banco, están sentadas dos de ellas. Una persona que está mirando una pared y a su lado una persona mayor mayor que mira pensativa al cielo mientras se toca la barbilla. Tiene las piernas cruzadas. En otro lado de la plaza, una persona menor de edad con sudadera rosa consulta su móvil con los cascos puestos. Está apoyada en un palo de hierro que forma parte del inmobiliario urbano.
Imagen de Antonio Cansino en Pixabay 

Heredé de Andalucía el gusto por contar historias. Las conversaciones intensas y callejeras con muchísima gente. Hasta las tantas… Tú sabe… Cuando se podía. La cháchara, la risa escandalosa y hablar por los codos. Eso no quita que cada vez que siento que estoy dándole mucho al palique, me de un poco de vergüenza. Me pasa porque en esa herencia también hacen acto de presencia los calificativos machistas y despectivos que nos llaman marujas o cotorras por ocupar espacio con la palabra. Sin embargo, -como dos verdades pueden producirse al tiempo- cuando me quiero venir realmente arriba, me convierto curiosamente en esa Mari de la calle.

Mi primer referente de poderío es una mujer alzando la voz con una vecina en el espacio público y moviendo las manos mientras habla. O, mejor dicho, hablando también con las manos desde ese lenguaje tan cuerpo. Mi abuela María era una de esas mujeres habladoras que nunca tuvo reparo en dar su opinión. De ella podrán decir que era criticona. Nunca escuché este adjetivo aplicado a un vecino a pesar de verlos mirar por las ventanas como todo el mundo. Ellos hacen crítica, nosotras criticamos.  

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No hay nada, para mí, que pueda sustituir en riqueza cultural lo que nos dan esos encuentros físicos. Ese tocarse con la palabra, tantearse, conocerse desde la guasa, la seriedad, la sorpresa… Ese olerse como perras charloteando. Momentos conversacionales donde los espacios, como una más en el grupo, aportan. La placita como ente vivo que nos interviene y nos atraviesa. Con su propia historia formando parte de un entramado de contaminaciones colectivas.

Siempre me ha parecido tremendo el impacto que tiene la distribución de los espacios en los urbanismos. ¿Están hechos para conversar o para que estemos de paso? Hay múltiples estudios feministas en torno a esto. Me apasiona que los espacios hablen, permitan o nieguen y, en parte, hacer feminismo territorial es para mí poner el micrófono a los territorios a quienes nunca la cosmovisión hegemónica entendió como sujetos vivos.

En un mundo -el de la cultura occidental sin cabida a la diversidad- donde lo que surge de la necesidad se echa por tierra, a mí sólo me late lo necesario. Por ello, hablo por necesidad, comunico por necesidad, converso por necesidad; y me empecé a nombrar feminista por necesidad. Si la necesidad no genera discursos de valor dentro de los feminismos, es el privilegio quien lo hace.

Supongo que, tras mi acción irremediable de comunicar, se encuentra mi elección de haber estudiado periodismo, a pesar de no haberme sentido nunca a gusto con esta palabra. Yo digo que soy contaora y me cuesta definirme con cuestiones que tienen que ver con lo profesional.

Si la necesidad no genera discursos de valor dentro de los feminismos, es el privilegio quien lo hace. Clic para tuitear

Contar sana

No fue hasta mucho tiempo después de ejercer de redactora de informativos cuando fui consciente del poder sanador de contar historias y curiosamente lo supe cuando más desvinculada estaba del periodismo. Supongo que contar resulta igual de sanador que quedar entre amigas durante la merienda para desfogar. ¿Por qué este poder sanador de la palabra?

Pienso que por varios motivos: En una sociedad donde accedemos al sentimiento de ser persona a través del lenguaje, contarse es sinónimo a sertirse legítima ante el mundo. Es un acto de conocimiento y de reconocimiento. Estamos hechas de historias. Lo que no se cuenta, no cuenta a un nivel público; aunque sí exista.

Por otra parte, hablar es poner fuera lo que podría enquistarse dentro. Cuando una maraña emocional logra hacerse discurso es que, de alguna forma, ya la hemos desenredado. Si ya está fuera, no está de igual forma dentro. De esto seguro que saben mucho quienes se dedican a la psicología.

A mí siempre me gusta poner el ejemplo de esas películas de miedo en las que tienen que aplacar la potencia de un demonio. Lo primero que tienen que hacer para disminuir su poder es saber su nombre. Una vez que conocen el nombre, lo encierran en una especie de caja. Ésta es la doble paradoja del efecto de poner nombre a todo. Es genial cuando lo que queremos amarrar es nuestro dolor, aquello que nos consume. Pero es para pensárselo cuando lo hacemos con lo que queremos que tenga potencial transformador. Algunas formas de querer amarrarlo todo deberían ir con respiradero. Ponemos demasiadas puertas al campo cuando sólo nos manejamos entre términos pero, esto, es otra cosa mariposa.

Para que echemos una mano.

Antes de continuar, me gustaría expresar algo en este punto. Quiero hacer una pausa aquí para señalar que la palabra escrita y hablada es sólo el lenguaje hegemónico por el que accedemos al concepto de mayoría de edad y de ciudadanía. Tendríamos que empezar a ampliar el espectro y empezar a entender que no todo el mundo cabe en ese logrocentrismo.

Sin ir más lejos, nuestra propia historia andaluza como pueblo está tremendamente atravesada por este fenómeno. No es la única claro: me cuesta creer que haya una sola manifestación cultural que no tenga algo de elementos no discursivos.

En todo caso, Andalucía ha sido una tierra marcada por el analfabetismo y esto ha supuesto que nos “custodiaran” otros territorios y otras identidades. Ese asistencialismo es crucial para entender nuestros orígenes y el pensamiento general de parte de la clase trabajadora de que la gente de fuera podría “arreglarnos” porque sabían más.

Por otra parte, han sido muchas las expresiones por las que las diferentes sensibilidades han sido contadas. Tomar por silencio todo lo que no es discurso, es acallar esas “voces”: el suspiro de una mujer aburría y comía por un día a día repetitivo y frustrante o la cultura popular como forma de expresión y subversión a la considerara culta: la hegemónica. 

Como decía, que contar es sanador y útil lo he aprendido mucho tiempo después de ejercer periodismo. De hecho, parte de mi desvinculación consciente con la profesión y de mis múltiples intentos por resignificarla tienen que ver con que siempre he sentido que las dinámicas periodísticas de la inmediatez y sobreinformación hacen más daño que otra cosa. Decidir, tras acabar mi relación con medios hegemónicos, pasarme a otro tipo de formatos para hacer informaciones más analíticas y pausadas tenía que ver con esto. Y fue saliéndome de ese circuito y dejándome sentir por otras formas de expresión cuando encontré un camino hacia esa sanación y la verdad es que no hay un solo día en que no me cuestione lo que hago. Este proyecto es parte de todo esto.

A este punto, no deja de ser tan frustrante como sospechoso que una persona se sienta más útil fuera de circuitos que fueron creados para el servicio público que dentro. Esto me recuerda mucho a este párrafo de la obra El cuaderno dorado de Doris Lessing que dice lo siguiente:  

 “Otra cosa que se enseña desde el principio es a desconfiar del propio juicio. […] Quienes lo notan y no quieren ser sometidos a un moldeado ulterior tienden a irse, en un intento medio inconsciente e instintivo de encontrar trabajo donde no vuelvan a ser divididos contra ellos mismos. […] Prestamos poca atención a los que se van, a ese procedimiento de eliminación que siempre se produce y que excluye, muy tempranamente, a quienes podrían ser originales y reformadores, dejando a aquellos que se sienten atraídos por una cosa porque eso es precisamente lo que ya son ellos mismos.[…] Este mecanismo social funciona casi sin hacerse sentir; sin embargo, es poderoso como cualquiera para mantener nuestras rígidas y opresoras instituciones”.

No deja de ser tan frustrante como sospechoso que una persona se sienta más útil fuera de circuitos que fueron creados para el servicio público que dentro. Clic para tuitear

Si no interpreto mal a Lessing, nos habla de la expulsión de puestos de trabajo de quienes podrían sernos útiles por su búsqueda de porqués, su sensibilidad y su sentido crítico. No se está limitando a la precariedad que se sufre en una profesión concreta. Algo que, obvio, impide su ejercicio aunque aquí estoy hablando más de dinámicas que se mantienen incluso cuando tu posición no es precaria. Estamos hablando de lo que se entiende que es lenguaje periodístico. Una expulsión, la que menciona Lessing, sistémica y “silenciosa” de quienes no encuentran razón de ser donde querrían haberla encontrado y creen que, en determinados puestos, están haciendo lo contrario a lo que pretendían. Es decir, un servicio público. El ejemplo de quien abandona el mundo de la comunicación porque no puede hacer un periodismo que esté al servicio de la gente.  

Sé que esta crisis existencial está muy presente en quienes ejercen periodismo o, dicho de otra manera, el oficio de contar. Pero también sé que muy pocas personas lo hacen manifiesto. Sé que muchas se preguntan si sigue teniendo sentido contar historias y –lejos de tener una respuesta universal- estoy casi convencida de que el problema de fondo no está en si contar o no –en la era de la sobreinformación y el 3.0- tiene sentido, sino en cómo lo estamos haciendo. Cómo estamos contando y siendo contadas desde las grandes plataformas mediáticas.

Una de las conclusiones que me nacen del cuerpo es la siguiente: contar no es un acto lineal, es un acto conversacional y circular y la maquinaria informativa y sus múltiples plataformas no están diseñadas para la conversación. Esto, sin demonizar las redes sociales, se ve claramente en la estructura conversacional a la que podemos acceder a través de éstas. Por ejemplo, twitter. Aunque le encontremos la vuelta, el origen de estas redes es tenernos darnos vueltas sobre temas concretos. Para esto fue creado aunque, como digo, luego tengamos la imaginación de darle la vuelta y de entender que es útil enconctrarse en esos espacios.

Contar, incluso, la propia historia, es un acto que implica una conversación conmigo misma y con las múltiples colectividades que me conforman. Los medios y sus estructuras físicas no son la placita cuya disposición invita a la interacción y la acción, son el muro. No fomentan la conversación, la acorrala.

La APDHA ha vuelto a scar el Informe sobre la situación actual de las mujeres poreadoras. El informe es claro y conciso y permite entender cómo se vulneran los derechos humanos en las fronteras del estado español bajo gobiernos, incluso, que llevan la palabra “socialismo” en sus siglas. Os lo dejo por aquí. https://www.apdha.org/wp-content/uploads/2021/03/Porteadoras-feminizacion-pobreza-2021.pdf

Si, cuando lanzamos una información al aire, no tenemos en mente a las presencias que recibirán ese impacto, es que la información ha perdido, como el resto del sistema, el cuerpo. Se construye en la nada y para la nada. Se alimenta a sí misma para mantenerse a sí misma. Se ha convertido en un ente propio que hay que mantener al margen de las vidas y la pregunta sería, ¿no se generó para que nos mantuviera ella a nosotras y no al revés? ¿Es pedir demasiado pensar que contar tiene que servir para algo, además de para entretener? Si no nos sirve el discurso, ¿le estamos sirviendo a él?

En otras palabras, los medios hegemónicos son una maquinaria más que ponen la mercancía, y no las necesidades y los cuerpos en el centro. No estoy diciendo nada nuevo, ¿verdad? Sin embargo, en un momento en que se habla tanto de acciones y actividades esenciales, me parece importante recordarlo. Los temas que ahora están en titular, se alimentan de binomios y de confrontaciones sin grises, hacen del mesianismo y los liderazgos que se cargan la colectividad su principal reclamo y crean –a conciencia- una conversación que no nace de ninguna conversación; que es una imposición destinada a hacernos dar vueltas sobre temas que conectan con otros pero nunca con la propia vida. Tampoco van nunca al origen de las cosas. De hecho, generan un problema nuevo por cada denuncia.

No podemos llamar contar a esto. A unas inercias para las que no contamos. Para las que las vidas no cuentan y que están destinadas a retroalimentarse a ellas mismas. No podemos seguir llamando servicio público a unas formas de generar información que no sirven a la gente.

Soy hija de mujeres que se reunían en sillas de playa para desahogarse o reírse. También para encontrar cobijo y comprensión entre pares: “¡hay que ve! ¿Eso te dijo? Un tío como un trinquete…”. Hoy, ellas han dejado de ser ellas para ser “nosotras”. Me reconozco en esas mismas dinámicas en este preciso momento. Con comares, amigas… Me han salvado las conversaciones online en el confinamiento y me siguen salvando rodearme de formatos que me reconocen y para los que cuento. No puedo decir lo mismo de las noticias recibidas que, en muchos momentos, han dañado fuertemente mi salud mental.

No podemos llamar contar a esto. A unas inercias en las que no contamos. No podemos seguir llamando servicio público a unas formas de generar información que no sirven a la gente. Clic para tuitear

Hace tiempo que perdí la conversación con los medios hegemónicos y estoy harta de que me digan que esto no es importante, que así son, que mire para otro lado. Hace tiempo que no siento que estén conversando conmigo. Hace tiempo que siento que no conversan para nadie. Y que, tras ver un telediario, salgo destrozada y desinformada. Esto también lo han vivido quienes me anteceden: “ha pasao la muchacha lo que no está en los escritos”.

Mi crisis existencial sobre el valor de contar se ha disipado precisamente porque me he alejado de esa ausencia de sentido. Antes de escribir y publicar, visualizo múltiples caras. Sé que este post, por ejemplo, será útil para alguien. Sé que es útil para mí. Sé que no nace de la inercia de rellenar espacio. Sé que no nace del objetivo de sacar diez titulares al día ni de la inercia de entretener a nadie. No soy una entretenedora.

Tiene sentido contar, si contar es conversacional, si hay personas al otro lado de la noticia, aunque seamos nosotras mismas sanado a través de nuestra historia.  

Según la web, la palabra “conversar” viene del latín conversari y significa “vivir, dar vueltas en compañía”. Las inercias informativas de lo hegemónico nos pican para dar muchísimas vueltas pero hay muy pocas publicaciones que nos hagan sentir menos solas.

Qué diferente sería sentarnos ante un informativo y sentir que la actualidad no acompaña, nos representa, nos cuenta, que nos moviliza, que no nos paraliza y que la información nos lleva hacia alguna parte. Y que estamos desde esa raíz: dandos vueltas pero para vivir. Dando vueltas pero en compañía en dirección a algo que posibililita y mejora nuestras existencias.

FIN

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*Precisamente porque sé el poder que tienen los discursos y cómo a veces se les da la vuelta, me parece oportuno afirmar que no estoy a favor de la censura informativa y que creo fervientemente en la libertad informativa y en la libertad de expresión. Precisamente creo que ciertas dinámicas coartan ese derecho a estar informadas: nos venden inercias informativas que nos vulneran derechos en nombre del derecho a estar informadas. Sobreinformación no es lo mismo que información, entre otras cuestiones. Confundir ambos términos responde a intereses mercantilintas. Me genera dolor que hayamos asumido que estas inercias sean un mal menor porque estamos hablando de un derecho público que, como tantos otros, están siendo pisoteados. Reconocer aquí también la labor de medios y personas que sé que lo intentan con todas sus fuerzas: cambiar las cosas. Apoyar estos medios es básico para tener lo que necesitamos sin olvidar que los medios públicos tendrían que estar en esta labor de formas más sostenibles y ejerciendo crítica a esos poderes a los que se limita en hacer altavoz.

Mar Gallego

Contaora. Felizmente Fracasada. https://www.instagram.com/margallegoes/